Todas las mañanas se levantaba a cantarle a la salida del sol, como Dios lo había acordado aquel día. Una nunca sabe lo que una puede ser capaz de hacer con tal de no hacer nada, y ella había decidido que si habría de hacer algo en este mundo era cantarle al sol. Y con gran corazón y alegría, cantaba sus himnos y alabanzas, regocijo vil y pleno en su quehacer diario. Nadie en este mundo jamás dudó de su entrega ni de su convicción de que su labor era importante, como la del rocío, la primavera y las abejas.
Lástima que el sol no compartía su alegría... y realmente nosotros tampoco... porque, ¡ah cómo cantaba gacho la susodicha chimoltrufia!
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