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Compartir la Danza 1 -- La Diosa del Amor

Entonces…

Era ya pasada la medianoche y Arhes todavía estaba meditabundo acerca de los eventos acontecidos pocos días antes, cuando Aik regresó a la ciudad luego de ir en busca de su hermano y le había entregado el amuleto que ahora examinaba en su mano. Sentía algo similar a un vacío, como quien pierde algo muy preciado y sabe que no lo podrá recuperar nunca. Cierto era que él e Ypsilon no eran los mejores amigos del mundo, y era exactamente por eso que no comprendía la raíz de ese sentimiento extraño que le invadía las entrañas. No ayudó en nada la mención del sarcófago en la antigua ciudad que había hecho Aik durante la audiencia. Aunque después fueron a verificar, encontraron el sarcófago intacto y lo llevaron con Escrandy para mantenerlo seguro (con nuevos sellos mágicos y toda la cosa), si Arhes sabía algo era que Aik no inventaría una historia así nada más porque sí; esa historia era algo que en el futuro le quitaría el sueño y le traería pesadillas durante días y días. Claro, esto último Arhes no lo sabía, pero ya lo intuía pues las plumas que le brotaban de la espalda se levantaban avisándole que algo malo estaba a punto de pasar y usualmente esas plumas nunca mentían.

Viendo el amuleto en su mano tomó una decisión que mucho tiempo después se arrepentiría de haber hecho pero que si tal vez no la hubiera tomado se hubiera arrepentido igual. Era una de esas situaciones en donde uno se malea de cualquier forma. Por eso, Arhes emprendió el vuelo esa misma madrugada al oriente, a una región conocida como Kileken, el hogar lago hermoso conocido como Kitoko, honor por el cual le pusieron así a la ciudad que se asentaba a unas millas de ahí. La gente de Kitoko era alegre, tocando su música usando el panweb que sonaba como el silbido que hacen los pájaros al encontrarse con el pedazo que les concede el alma y usaba hermosos trajes de colores cálidos que ablandaban el espíritu y lo llenaban de júbilo. El lago Kitoko es el hogar de Lostris, la dama del lago, que luego de enamorarse de los hermanos Rabi y Jumoke, los convirtió en ríos que desembocan en ella y la llenan de besos y caricias.

Es ahí, cerca del lago, que se encuentran las ruinas de lo que anteriormente había sido un templo a la deidad divina del amor Asthore; el templo había sido abandonado luego de la hecatombe que cambió el rumbo de la vida de Ultarsiep. La adoración a Asthore había sido reemplazada por las festividades de Oratas, la venida de la primavera encomendada entonces al dios Tuwa, el que creó las estaciones y quien junto con su gemelo, Tawu, recolectaban la cosecha en Sainmha, la celebración del ocaso. El caso es que Arhes se dirigió a la casa de Asthore y a ella llegó al tercer día de su partida de la Ciudad Música. Sabía que la Reina esperaría una explicación por el abandono de su puesto, pero como recientemente había adoptado ese mantra que "es mejor pedir perdón que pedir permiso", entonces ya se le ocurriría algo para contarle a la Reina.

El lugar era amplio y todavía tenía un ligero aroma a incienso que tal vez se debiera al material de las paredes a medio sostener. En el altar estaba la figura arruinada de la diosa, con enredaderas cruzando por sus brazos a la mitad y el color ocre por la humedad que se sentía por todos lados. Ya no estaba la losa ni tampoco los cristales de cuarzo rosa que colgaron alguna vez del techo. Sintiéndose agradecido de que aquello ya estuviera más al aire libre que otra cosa, Arhes descolgó la mochila que llevaba al hombro y de ella sacó una manta de color violeta con lunas y estrellas estampadas de colores tenues. Luego, sacó cinco velas blancas, mismas que colocó alrededor de la manta y la figura de la diosa, creando una estrella de acuerdo a la posición de las velas. Una vez hecho esto, se sentó sobre la manta y de cara a la diosa en posición de loto. Aplaudió y las velas se encendieron; colocó una vasija de porcelana blanca al frente y ahí puso tabletas de incienso de jazmín mismas que comenzaron a elevar su olor cuando Arhes les prendió fuego. Había pasado un buen desde que había hecho esto, pensaba mientras sacaba las hojas de frambuesa y los pétalos de rosa para arrojarlos al fuego del incienso. Luego, cerró sus ojos y comenzó a concentrarse, respirando el aroma del jazmín lentamente, escuchando el ruido lejano de los ríos y el sonido de las aves afuera. Enredó el amuleto de Ypsilon en su mano derecha y la colocó sobre la llama que se iba apagando del incienso, el pendiente del amuleto apenas tocando la lengua del fuego. Entonces comenzó un canto en una lengua ampliamente conocida por él pero que tal vez otros ángeles musicales la encontrasen extraña:

Asthore, diosa de la belleza,

Diosa de gran poder

Diosa de hombres y mujeres

Diosa del Amor

Lléname con tu luz y con tu magia

Déjame brillar tanto como la estrella de la mañana

Te invoco ahora a que me acompañes este día

Te invoco de tu mundo divino

Para que llenes mi espíritu con el amor que te envuelve

El fuego lanzó unas chispas hacia la mano de Arhes, pero el ángel no perdió su concentración. De pronto, sintió la ventisca entre sus plumas y el aroma a flores nocturnas. Lentamente abrió los ojos; estaba en un valle con una luna llena y el cielo cuajado de estrellas como su única fuente de luz. El piso estaba cubierto de las florecitas de la noche, abriéndose lentamente como si le dieran la bienvenida y al abrirse, mariposas salían de ellas, lanzando chispitas de polvo dorado en sus primeros aleteos, algunas de ellas posándose en Arhes para provocarle cosquillitas con sus diminutas alas. A lo lejos, el ángel divisó la figura femenina de la diosa que se acercaba. Era como ver al ser amado del que no se sabe nada durante años de ausencia; era ver de frente al pedazo de alma que se arrebata al momento de la creación y sentir que falta el aire para llenar los pulmones, que faltan latidos para bombear la sangre y que falta tiempo para admirar la belleza interna que emana en el aura. Se puso de rodillas y se sentó sobre sus piernas, bajando sus alas en actitud sumisa y con mirada feliz pero llena de arrepentimiento – por no verla, por no venir antes, por ser el emisario de las noticias que ahora presionaban más su corazón.

Asthore era hermosa en todo el sentido de la palabra.

Con candidez abrazó a Arhes cuando estuvo cerca y delicadamente acarició el cabello del ángel que se aferró a ella como niño que encuentra el camino a su madre.

- Ya no está, lo he sentido - le dijo. Hablaba en susurros delicados y melodiosos. Tomó el rostro de Arhes entre sus manos. Ella estaba arrodillada y sus ojos se derretían en la luz de la deidad frente a él - La luz de Ypsilon se ha extinguido de manera espontánea. No ha cruzado del otro lado del velo. No podrá reencarnar. Sólo quedamos tú y yo, mi amado Rasul.

Arhes tomó las manos de la Diosa y las bajó a su regazo. - Dime lo que hay que hacer, - le dijo - que ahora yo soy encargado de protegerte, de velarte y de adorarte.

- Ypsilon era mi arcángel; era quien mantenía mi energía alineada con el universo, quien recordaba a mis devotos que yo seguía presente. ¿Podrás serlo tú, siendo que tu palabra ha sido dada a la Reina Música y la diosa que esta representa?

- Soy un ángel musical; Ictal es mi diosa y por ella mi corazón vibra con la música que forma mi ser. Pero tú eres mi única y por ti, mi alma vibrará con el fuego que llevo dentro, que me da vida aquí y siempre.

- Entonces prométeme, que no habrá musa más que yo para esa música... y que serás mi ángel supremo, para adorarme y renacer conmigo.

Arhes puso ambas palmas juntas frente a Asthore y entonces ella pasó su dedo por encima, abriendo la piel del ángel para que brotara la sangre carmesí. Sin quitar su mirada de los ojos de la diosa, el ángel dijo: - Fruta de rubí, perla de sangre, rojo de amor, este regalo te lo hago yo.

La diosa puso sus manos sobre las heridas de Arhes. - Ubur inna absin galla balag ussa, imrihamun. - dijo y lo repitió varias veces hasta que Arhes cerró los ojos y comenzó a repetir lo mismo. Sintió entonces que su cuerpo ardía con un calor sólo explicable por medio del éxtasis que provoca un orgasmo. Al abrir sus ojos estaba de vuelta en el templo, respirando agitadamente con el amuleto aferrado en su mano, el fuego apagado y las velas completamente consumidas.

Permaneció largo rato ahí, observándolo todo detenidamente. Se colocó el amuleto alrededor del cuello y salió; el aire se respiraba diferente, los colores eran más vibrantes y los sonidos eran tan claros y hermosos, que inmediatamente supo por qué Ypsilon siempre le criticaba que a su música (de Arhes) le faltaba magia para alcanzar el nivel que provocara el éxtasis en la Diosa.

- ¡Qué razón tenías! - dijo Arhes dibujando una sonrisa y viendo al cielo cuajado de estrellas en medio de ese valle.

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